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miércoles, 3 de agosto de 2011

El robalo de Verónica

En 1987 yo tenía 16 años; gracias a mi primo José Reyes Venadero había entrado a trabajar en el entonces recién inaugurado club de industriales de Guadalajara, era lavaplatos aunque le llamaban al puesto con el nombre de Stewart , nunca me he preocupado en averiguar porque nombraban así a los que hacían limpieza en las cocinas y lavaban la loza y los trastos, pero bueno, era un Stewart, tenía el turno de la noche, así que ahí estaba yo en la maquina principal de lava loza adonde llegaban los platos y cristalería del comedor conteniendo los restos que no habían querido los caprichosos comensales industriales, mi trabajo era pasarlos por la maquina colocándolos antes en una canastilla para pasarlos por el chorro de una manguera a presión que les quitaba los últimos restos de comida, en el proceso uno terminaba inevitablemente empapado, de poco servía el endeble mandil de plástico que nos daban para evitar que el horrible uniforme de color gris carcelario se mojara, me habían advertido que por ningún motivo dejara que los platos llevasen restos de comida antes de meterlos a la maquina ya que ésta funcionaba con agua caliente y vapor que salía de unos ductos pequeños proclives a ser tapados con el más mínimo residuo orgánico, el supervisor cuyo nombre era Vicente añadía a su explicación un aire académico con el tono implícito de no seas pendejo, si descompones esa máquina no tendrás otra oportunidad aquí y te irás directamente a lavar el cochambre de ollas y marmitas por tu incompetencia; de alguna manera estar en la maquina lava loza era un poco más amable que estar en lavando el cochambre, eso era como el patíbulo para un Stewart, ahí también se usaba agua en abundancia que lo empapaba a uno pero con el añadido de que además había grasa y tizne; los ácidos utilizados para contrarrestarla provocaban grietas en las manos que tardaban en cicatrizar debido al exceso de agua y químicos, se usaban guantes pero estos se volvían inútiles, el agua y el jabón entraban en las grietas y aquello era doloroso. hubo noches particularmente infernales en las que los gritos del chef eran tan fuertes que flotaban por encima del ruido que provocaba el ajetreo de las horas de servicio nocturno, el chef en cuestión era un español, no he olvidado su nombre: Antonio Curto Fernández; los platos se acumulaban en los estantes y en los carritos transportadores donde los colocábamos luego de sacarlos de la maquina, de ahí los llevábamos a los resquicios de las líneas caliente y fría a donde tenían que llegar secos y limpios, si alguno de ellos iba un poco húmedo o sucio el grito atronador del chef lo recordaba así que tenía que ir en chinga a reparar el error sin decir una sola palabra, yo solo miraba temeroso al chef , era alto y delgado como un palillo de brocheta, me apuraba a salir de las líneas donde había un montón de cocineros perturbados por los gritos y comandas que se acumulaban, junto al chef casi siempre estaba el encargado de turno o souschef que lo apoyaba cantando las comandas y que hacia lo que el chef hacia cuando este no estaba, o sea: gritar. Era un señor de edad avanzada, calculo que entonces serian cincuenta y cinco o sesenta años no estoy seguro, pero bueno a los 16 años todo mundo parece grande, tenía muy mal genio y era un alcohólico tenaz, todas las noches, cerca de él había una jarra de café, de la cual se servía taza tras taza durante todo el turno después me entere por casualidad que el contenido no era café como todos creían sino brandy, el barman era su proveedor y a veces cuando le daba una buena cena este retribuía la atención sustituyendo el brandy por coñac. Quizás muchos atribuían su mal carácter a los efectos secundarios de la cafeína porque creían que lo trastornaba un poco, no sé si mas de alguno se hayan dado cuenta del engaño, yo lo descubrí por casualidad cuando una noche llevo la jarra a la maquina lava loza, al ponerla en la canastilla para lavarla despidió un olor inconfundible que me rebelo su terrible secreto , a veces el alcohol tenía un efecto benéfico en el carácter de Varo, he olvidado su nombre, creo que era Evaristo pero le decían Varo, este se mostraba dicharachero y conversaba un poco con los cocineros, casi nunca con los Stewards por supuesto, sus palabras era racionadas para nosotros, las delimitaba a darnos ordenes, sin embargo una noche relativamente tranquila en la que yo me encontraba acomodando los platos limpios en un estante un mesero llevo una charola con los muertos que recién recogía de una mesa, Varo noto que los platos estaban casi intactos y se acerco al área de la maquina, los examino cuidadosamente esperando encontrar algún error en la ejecución de los cocineros, tomo un tenedor y probo los dos platos; hizo una mueca, se dirigió conmigo porque no había nadie más alrededor en esos momentos, me dijo: “oye, prueba esto, prueba este pescado” yo le obedecí porque no tenía más remedio, tome un tenedor y lo probé, fue un ataque con artillería pesada para mi, nunca había probado algo así en mi vida, era una salsa blanca, sedosa y sutilmente dulce que a pesar de que se había enfriado conservaba todas sus cualidades, el filete estaba bañado con ella y encima había unas uvas verdes peladas y confitadas (ahora sé que estaban confitadas, en ese momento no tenía ni puta idea de que unas uvas se pudieran “confitar”) lo que entraba por mi boca era una revelación, tome dos o tres bocados mas, agarre un bolillo que remoje en la salsa; era delicioso, Varo solo me miraba complacido, me atreví a preguntarle qué era eso temiendo que lo considerara un exceso de confianza, pero él hizo un gesto que denotaba un poco de decepción hacia el comensal que no había sabido apreciar el plato, y respondió: “es un robalo Verónica” en ese tiempo los platos tenían un nombre propio y no larguísimas descripciones como ahora, lamento un poco eso. Varo me ordeno probar el otro y sin pensarlo lo hice no sin antes recibir su instrucción de cambiar el tenedor, si lo anterior había sido una revelación casi mística, lo siguiente fue un asalto; una emboscada, que me provoco una sensación que me sigue hasta estos días, tal vez exagero pero hasta ese día mi concepción de la cocina era algo bastante reducido, no estaba dentro de mi lógica, ni consideraba que se pudieran hacer cosas así; era otro filete de robalo, pero este no tenía ninguna salsa sino un salteado de ajo, chile verde y champiñones, si el robalo Verónica poseía elegancia, sedosidad y clase, este estaba impregnado de carácter, nunca pude olvidarlo, con el tiempo me hice amigo de los cocineros y veía muy seguido los restos de ese platillo en los platos que me tocaba lavar; algunas veces hasta me atreví a apartarlos para comerlos más tarde sin que nadie me viera, no era bien visto que uno comiera “muertos” pero yo tenía 16 años, estaba hambriento y la cena que nos daban en el comedor de empleados era infame, casi siempre estaba fría aparte de que el receso para comer o cenar era muy limitado…trabaje como Stewart un año, el chef español que de seguro era descendiente de Francisco Franco se largo un día y dejo en el puesto a un entrañable cocinero que ascendió a chef ejecutivo, su nombre: Javier López Arroyo; hombre culto y de gran talento que se había formado en las cocinas de los hoteles, solo que tenía el defecto de que su alcoholismo mal disfrazado delataba en él un lado sombrío que salía en ocasiones de la peor manera, sobrio era gentil y noble, ebrio era un verdadero problema, él fue quien me ascendió a ayudante de cocina cuando yo pretendía renunciar luego de un problema con un supervisor de Stewards; se enteró y me dijo que intentara en la cocina, necesitaba un ayudante para la cocina caliente así que me quede, a los seis meses Varo me comunico que el chef pastelero se quedaría sin ayudante y me promovieron a mí, tuve suerte, estuve en el lugar correcto y en el tiempo adecuado, el chef pastelero era un señor de carácter hosco que imponía respeto, con él aprendí a hacer pan, pastas, galletas, pasteles, cremas y a ser un poco gruñón. Aun lamento haber perdido el recetario que iba haciendo a medida de que me iba enseñando, hoy en día reproduzco las recetas que conserve intactas en la memoria pero lamento no recordar otras y es que Raúl Cisneros era un chef pastelero excepcionalmente meticuloso y pulcro a la hora de trabajar, imposible no recordarlo, aunque debo confesar que su mutismo me exasperaba un poco, solo a veces porque cuando yo no tenía ganas de hablar lo agradecía, el espacio que ocupaba la pastelería era muy pequeño y lo que un silencio de esos hubiese resultado incomodo en otras circunstancias, en este caso era reconfortante, incluso revelador ya que yo podía ver con calma el movimiento de las manos del chef Raúl al decorar los pasteles, pensé que sus manos eran sensibles a las espátulas y betunes con los que trabajaba, a veces creía que tenia conversaciones en silencio con ellos, era como si se hablaran mutuamente a través del tacto; como si se sintieran, resultaba fascinante verlo trabajar, yo me limitaba a sacar del horno las charolas de galletas que iba haciendo y deseaba algún día poder hacer algo con el corazón como visiblemente se veía que lo hacia Raúl, todos estos pensamientos los he racionalizado con los años, en ese entonces eran cosas abstractas que sentía sin saber que era lo que significaban dentro de mis emociones, los cocineros me parecían una raza aparte, seres excepcionales con un noble oficio a pesar de sus visibles fracturas interiores y sus altos niveles de neurosis, eran artesanos anteriores a este tiempo, había que trabajar mucho si se quería llegar más allá, no existían tantas instituciones que vendieran la carrera de chef encapsulada en unos pocos años, no usaban crocs ni filipinas de colores con diseños, algunos de ellos eran personas con un profundo respeto por su trabajo yo los vi hacer cosas tan buenas pero lo que más recuerdo es su actitud, del club de industriales pase a los hoteles grandes donde me quede más de 10 años, luego fueron algunos restaurantes donde he estado por otro tiempo similar, cuando a mi me toco hacer menús casi siempre trate de incluir una versión de ese pescado con champiñones que ametrallo mis sentidos esa noche bajo la guía alcohólica de varo, una tarde cuando trabajaba en Michoacán llegó un grupo doctores y querían algo fuera del menú, el capitán de meseros me lo dijo; se me ocurrió aprovechar unos champiñones que recién nos había llevado el proveedor, vi el recipiente con el ajo picado y el flashback a aquella noche fue inevitable, ¿será acaso que puedo hacerlo? Así que en lugar de robalo use unas truchas, añadí camarones al salteado, termine con jugo de limón y cilantro picado , el resultado de esa tarde fue un grupo de doctores satisfecho y contento, uno de ellos agradecido y sin preguntarme nada decidió que yo tenía ganas de un tequila así que me mando uno a la cocina la cual está a la vista del comedor, de manera que cuando recibí el vaso y lo examine para ver que contenía, (ah porque también decidió que me gustaba tomarlo mezclado con squirt) el doctor podía mirarme desde su mesa, el alzo su copa, me vi obligado a hacer lo mismo y por supuesto me sentí ridículo al hacerlo, soy cocinero no fichera, pero en fin… Al paso de los días decidimos que era buena idea sugerirlo é incluirlo en el próximo cambio de carta bajo el nombre de trucha a la portuguesa solo por sugerir un nombre, años después estaba trabajando en Monterrey con el genial Chef Adrian Herrera en su restaurante y una noche me pidió que elaborara un menú para una cena que tendría con amigos, casi todos chefs reconocidos como él así que me sentí un poco intimidado, yo sabía que a ellos no podía salirles con alguna mamada, son personas que saben mucho, no recuerdo exactamente quienes estaban ahí, estaba muy nervioso pero creo que estaban Guillermo Gonzales Beristaín y Roberto Navarro entre ellos, el caso es que yo no quise sorprenderlos porque pensé que no es posible sorprender a gente que tiene ese nivel de experiencia y conocimiento viajes etc. Decidí incluir esa noche la trucha con el salteado de champiñones y camarones, recuerdo que cuando la serví Adrian me dijo algo muy acertado: “parece que estoy en Veracruz con este plato” entonces pensé que quizás el nombre de portuguesa que escogimos en Michoacán no era apropiado, un poco tarde, desde entonces mejor trato de hacer una breve descripción del plato para no meterme en broncas, nunca me preocupe en averiguar si en Portugal hacen algo así, por tanto haberle puesto ese nombre fue quizás una pendejada, en fin; nunca supe bien si a los chefs les gusto o no pero fueron amables, quizás notaron mi nerviosismo al estarles sirviendo, lo que recuerdo bien de esa cena es que el postre fue algo lamentable que merecía una mentada de madre, misma que no me dieron por supuesto; son gente educada.

Ahora he vuelto a trabajar en un hotel, este es minúsculo a diferencia de los Hilton o Fiesta Americana, incluí ese plato por pura nostalgia, no siempre me toca hacerlo a mi pero cuando lo hago es un gusto preparar ese salteado, amo el olor del ajo con la mantequilla, los camarones cambiando de color, los champiñones aportando su jugo, al cilantro perfumando y al limón matizando, todo en una eclosión que no solo resulta muy buena sino que me lleva directamente a donde ya no hay retorno, es una regresión directa a mis 17 remotos años, a veces al estarlo sirviendo en el plato caigo en cuenta de que nunca lo he hecho para mi, siempre ha sido para otro, pero algún día lo hare, cuando veo sus colores una vez que está listo recuerdo a Varo, a Javier López, al descendiente fascista Antonio curto, pero sobre todo a Varo con su mirada alcohólica sobre mi obligándome a probarlo no para preguntarme mi opinión porque estoy seguro que eso le valía madres, le interesaba ver la reacción en mi rostro para comprobar que no estaba equivocado y volver a su jarra de brandy sirviéndose en su conspirativa taza, ¿Dónde estará Varo ahora? Hace muchos años me dijeron que murió, ahora me he enterado que muchos de esas personas maravillosas han muerto, nunca pude decirles lo mucho que estoy agradecido con ellos, ojala algún día los tuviera sentados a todos en una mesa y pudiera cocinarles una trucha o un robalo con ese salteado, también podría hacerles un robalo verónica, pero mis intentos por igualar esa salsa han sido mediocres, nunca he podido igualar la de probé aquella noche cuyo sabor tengo en la memoria, busque recetas en libros, internet; algunas eran parecidas pero no era lo mismo así que deje de intentarlo hace años y decidí reservarme para mí el recuerdo del robalo Verónica, quien quiera que esta haya sido como para merecer que un plato así lleve su nombre.

Héctor Mora Pacheco.